Es difícil no tener amor a los libros, no sólo porque pueden ser nuestros
mejores amigos, sino porque también son nuestros acompañantes continuos
que nos ofrecen entretenimiento, nos enseñan a buscar la sabiduría,
a provocar la inteligencia, además de ser el medio más apropiado para
avanzar por el camino hacia la libertad y el entendimiento. Amar los
libros es signo de inteligencia y de sensibilidad, de buscar la educación,
desarrollar la inteligencia y aumentar la cultura. Los libros son un verdadero
muro que dificulta la equivocación, que lucha contra la indiferencia,
que nos muestra nuestros errores, que esquiva la ignorancia y reaviva la
memoria y el saber. Siempre nos habla en silencio, con prudencia pero
nunca en soledad, dispuestos a evocarnos todas las emociones y recuerdos.
El libro calla hasta que el lector logra dialogar con él, entonces expone
sus razones y ahora sí, exige colaboración, porque es la herramienta más
útil para difundir el saber y la más eficaz. Como cualquier instrumento tiene
sus reglas y sus defectos y hay que utilizarlo con prudencia; esencialmente
son el vehículo más útil para contribuir al desarrollo de la cultura, a la
salvación de los maestros clásicos, al incremento de la ética y del progreso.
Pero no podemos olvidarnos que también hay libros delincuentes que nos
roban el tiempo, falsarios e hipócritas.
Un único libro puede multiplicar los lectores y potenciar a otros muchos
totalmente diferentes, de distintos países, de diferentes idiomas y
de diversas culturas, y esa es otra de las particularidades maravillosas de
este objeto, gracias al cual el saber personal se transforma en información
colectiva y en conocimiento general. Leer es una referencia fiel y segura
que garantiza el progreso y es un instrumento maravilloso para salvar
y conservar la dignidad. Quien se vanaglorie de proteger la verdad, de
buscar la felicidad propia y ajena, de transmitir la ciencia, de aumentar la
sabiduría, encontrará en el libro el camino más seguro y casi exclusivo.
“Dar entrada a autoridades por muy togadas que sean en nuestras
bibliotecas y dejar que nos digan cómo debemos leer, qué debemos leer,
qué calor debemos de dar a lo que leemos, es destruir nuestro espíritu de
libertad. En todas las demás esferas del vivir nos atan mediante leyes,
etc. pero en la lectura no”, escribió Virginia Woolf; y es evidente que la
lectura es un acto individual, libre y selectivo, y que el lector debe de ser
consciente de lo que debe, puede y quiere leer, porque como lectura obligada
o impuesta, como otras tantas cosas, puede ser perfectamente inútil.
El libro siempre está presente en nuestras vidas como algo tan familiar y
cotidiano que por momentos dejamos de admirar el prodigio que representa
y los grandes momentos que aportan a nuestra existencia. El libro puede
ser nuestro amigo, nuestro compañero, pero también puede ser nuestro más
falso amigo cuando se lee en exceso y no se asimila, cuando no se piensa
lo necesario puede llegar a ser un instrumento adulterador de la propia
vida, un falsificador de la existencia, un embaucador, pero no deja de ser
un tramposo con el que colaboramos para que lo sea y le dejamos hasta
el límite justo, porque aunque tiene facultades suficientes para manejar a
su antojo nuestras conciencias, el usuario debe de saber hasta qué punto
debe de llegar. Pueden los libros ser enemigos, pueden ser superfluos,
pueden ser perniciosos y hasta para algunos inútiles, o al menos dudosos
de que puedan ser útiles, pero siempre el libro es sinónimo de libertad.
Desde la invención de la imprenta se lleva especulando con la desaparición
del libro. Desde sus inicios ha evolucionado poco, bastante
poco, porque es un producto casi perfecto y no ha sido necesario que
por él pasaran nuevas reformas ni innovaciones, ni para mejorarlo ni
para cambiarlo, sólo algunos simples retoques sin más. Ni lo necesita ni
lo requiere, es uno de los más grandes inventos de la historia y así va a
quedar. Un objeto maravilloso, tentador y deseado. Todas estas nuevas
disputas y digresiones sobre su desaparición me parecen, al menos en
varias generaciones, totalmente superfluas y que en poco excederán estas
controversias actuales a las del siglo XVI entre antiguos y modernos.
Nunca es tarde para acercarse a los libros como nunca es tarde para
casi nada; además no existe placer más barato, más inocente y mejor remunerado
que el goce que produce la lectura. Señalaba Montesquieu que
la mejor medicina, la única que había encontrado para paliar los disgustos
que la propia vida le daba sólo era una buena lectura. Celebremos este
nuevo 23 de abril cuidando nuestra salud, leamos un libro.
Jesús García Sánchez
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